viernes, 24 de marzo de 2017

Baixada als inferns



Eneas als Inferns

"¡Oh Febo, siempre misericordioso para los grandes trabajos de Troya! ¡Oh tú, que dirigiste los dardos troyanos y la mano de Paris al cuerpo del nieto de Éaco! guiado por ti he penetrado en tantos mares que ciñen vastos continentes, y en las remotas naciones de los Masilios, y en los campos que rodean las Sirtes. Ya, en fin, pisamos las costas de Italia, que siempre huían de nosotros. ¡Ay! ¡Ojalá que sólo hasta aquí nos haya seguido la fortuna troyana! Justo es ya que perdonéis a la nación de Pérgamo, ¡Oh vosotros todos, dioses y diosas enemigos de Ilión y de la gran gloria que alcanzó la dardania gente! Y tú, ¡Oh santa sacerdotisa, sabedora de lo porvenir, concede a los Teucros y a sus errantes dioses, fatigados númenes de Troya, que logren por fin tomar asiento en el Lacio! No pido reinos que no me estén prometidos por los hados. Entonces erigiré un templo todo de mármol a Febo y a Hécate, e instituiré días festivos, a que daré el nombre de Febo. Tú también tendrás en mi reino un magnífico santuario, en el que guardaré tus oráculos y los secretos hados que anuncies a mi nación, y te consagraré ¡Oh alma virgen! varones escogidos. Sólo te ruego que no confíes tus oráculos a hojas que, revueltas, sean juguete de los vientos; anúncialos tú misma.” Esto dijo Eneas."
En tanto, aún no sometida del todo a Febo, revuélvese en su caverna la terrible Sibila, procurando sacudir de su pecho el poderoso espíritu del dios; pero cuanto más ella se esfuerza, tanto más fatiga él su espumante boca, domando aquel fiero corazón e imprimiendo en él su numen. Ábrense, en fin, por sí solas las cien grandes puertas del templo, y llevan los aires las respuestas de la Sibila. "¡Oh tú! que al fin te libraste, exclama, de los grandes peligros del mar, pero otros mayores te aguardan en tierra. Llegarán sí, los grandes descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del pecho ese cuidado; pero también desearán algún día no haber llegado a ellos. Veo guerras, horribles guerras, y al Tíber arrastrando olas de espumosa sangre; no te faltarán aquí ni el Simois, ni el Janto, ni los campamentos griegos. Ya tiene el Lacio otro Aquiles, hijo también de una diosa; tampoco te faltará aquí Juno, siempre enemiga de los Troyanos, con lo cual, ¿A qué naciones de Italia, a qué ciudades no irás, suplicante, a pedir auxilio en tus desastres? Por segunda vez una esposa extranjera, por segunda vez un himeneo extranjero será la causa de tantos males para os troyanos... Tú, empero, no sucumbas a la desgracia; antes bien, cada vez más animoso, ve hasta donde te lo consienta la fortuna. Una ciudad griega, y es lo que menos esperas, te abrirá el primer camino de la salvación."
Con tales palabras anuncia entre rugidos la Sibila de Cumas, desde el fondo de su cueva, horrendos misterios, envolviendo en términos oscuros cosas verdaderas; de esta suerte rige Apolo sus arrebatos y aguija su aliento. Luego que cesó su furor y descansó su rabiosa boca, díjole el héroe Eneas: "¡Oh virgen! tus palabras no me revelan ninguna faz de mis desventuras nueva o inesperada; todo ya lo tengo previsto y a todo estoy preparado hace tiempo. Una sola cosa te pido, pues, es fama que aquí está la entrada del infierno, aquí la tenebrosa laguna que forma el desbordado Aqueronte; séame dado ir a la presencia de mi amado padre; enséñame el camino y ábreme las puertas sagradas. Yo le arrebaté en estos hombros, por entre las llamas y los dardos disparados contra mí, y le saqué de en medio de los enemigos; él me acompañaba en mis viajes; conmigo sobrellevaba, inválido, los trabajos de las travesías y los rigores todos del mar y del cielo, a despecho de los años; él además me persuadía, me mandaba que suplicante acudiese a ti y llegase a tus umbrales. Compadécete, ¡Oh alma virgen! compadécete, yo te lo ruego, del hijo y del padre, porque tú lo puedes todo, y no en vano te encomendó Hécate la custodia de los bosques del Averno. Si Orfeo pudo evocar los manes de su esposa con el auxilio de su lira y de sus canoras cuerdas; si Pólux rescató a su hermano, alternando en la muerte con él, y si tantas veces va y vuelve por este camino, ¿Para qué he de recordar al gran Teseo? ¿Para qué a Alcides? También yo soy del linaje del supremo Jove."
Así clamaba Eneas, abrazado al altar, y así le contestó la Sibila: Descendiente de la sangre de los dioses, troyano, hijo de Anquises, fácil es la bajada al Averno; día y noche está abierta la puerta del negro Dite; pero retroceder y restituirse a las auras de la tierra, esto es o arduo, esto es o difícil; pocos, y del linaje de los dioses, a quienes fue Júpiter propicio, o a quienes una ardiente virtud remontó a los astros, pudieron lograrlo. Todo el centro del Averno está poblado de selvas que rodea el Cocito con su negra corriente. Mas, si un tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y estás decidido a probar la insensata empresa, oye lo que has de hacer ante todo. Bajo la opaca copa de un árbol se oculta un ramo, cuyas hojas y flexible tallo son de oro, el cual está consagrado a la Juno infernal; todo el bosque le oculta y las sombras le encierran entre tenebrosos valles, y no es dado penetrar, en las entrañas de la tierra sino al que haya desgajado del árbol la áurea rama; la hermosa Proserpina tiene dispuesto que sea ese el tributo que se lleve. Arrancado un primer ramo, brota otro, que se cubre también de hojas de oro, búscale pues, con la vista, y una vez encontrado, tiéndele la mano, porque si los hados te llaman, él se desprenderá por sí mismo; de lo contrario, no hay fuerzas, ni aun el duro hierro, que basten para arrancarle. Además, tu ignoras ¡Ay! que el cuerpo de un amigo yace insepulto, y que su triste presencia está contaminando toda la armada mientras estás en mis umbrales pidiéndome oráculos. Ante todo, entrega esos despojos a su postrera morada, cúbrelos con un sepulcro, e inmola en él algunas negras ovejas; sean estas las primeras expiaciones. De esta suerte podrás, en fin, visitar las selvas estigias y los reinos inaccesibles para los vivos." Dijo, y enmudeció su cerrada boca.


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Estaba entonces el Anquises examinando con vivo afán unas almas encerradas en el fondo de un frondoso valle, almas destinadas a ir a la tierra, en las cuales reconocía todo el futuro linaje de sus descendentes, su posteridad amada, y veía sus hados, sus varias fortunas, sus hechos, sus proezas. Apenas vio a Eneas, que se dirigía a él cruzando el prado, tendiole alegre entrambas manos, y bañadas de llanto las mejillas, dejó caer de sus labios estas palabras: "¡Que al fin has venido, y tu tan probada piedad filial ha superado este arduo camino! ¡Que al fin me es dado ver tu rostro, hijo mío, y oír tu voz y hablarte como de antes! Yo en verdad, computando los tiempos, discurría que así había de ser, y no me ha engañado mi afán. ¡Cuántas tierras y cuántos mares has tenido que cruzar para venir a verme! ¡Cuántos peligros has arrostrado, hijo mío! ¡Cuánto temía yo que te fuesen fatales las regiones de la Libia!" Eneas le respondió: "Tu triste imagen, ¡Oh padre! presentándoseme continuamente, es la que me ha impulsado a pisar estos umbrales. Mi armada está surta en el mar Tirreno. Dame, ¡Oh padre! dame tu diestra y no te sustraigas a mis brazos." Esto diciendo, largo llanto bañaba su rostro: tres veces probó a echarle los brazos al cuello; tres la imagen, en vano asida, se escapó de entre sus manos como un aura leve o como lado sueño.
Eneas en tanto ve en una cañada un apartado bosque lleno de gárrulas enramadas, plácido retiro, que baña el río Leteo. Innumerables pueblos y naciones vagaban alrededor de sus aguas, como las abejas en los prados cuando, durante el sereno estío, se posan sobre las varias flores, y apiñadas alrededor de las blancas azucenas, llenan con su zumbido toda la campiña. Ignorante Eneas de lo que ve, y estremecido ante aquella súbita aparición, pregunta la causa, cuál es aquel dilatado río y qué gentes son las que en tan grande multitud pueblan sus orillas. Entonces el padre Anquises, "Esas almas, le dice, destinadas por el hado a animar otros cuerpos, están bebiendo en las tranquilas aguas del Leteo el completo olvido de lo pasado. Hace mucho tiempo que deseaba hablarte de ellas, hacértelas ver, y enumerar delante de ti esa larga prole mía, a fin de que te regocijes más conmigo de haber por fin encontrado a Italia." "¡Oh padre! ¿Es creíble que algunas almas se remonten de aquí a la tierra y vuelvan segunda vez a encerrarse en cuerpos materiales? ¿Cómo tienen esos desgraciados tan vehemente anhelo de rever la luz del día?" "Voy a decírtelo, hijo mio, para que cese tu asombro", repuso Anquises, y de esta suerte le fue revelando cada cosa por su orden:
"Desde el principio del mundo, un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros destinados a morir; por eso temen, desean, padecen y gozan; por eso no ven la luz del cielo encerradas en las tinieblas de oscura cárcel. Ni aun cuando en su último día las abandona la vida, desaparecen del todo las carnales miserias que necesariamente ha inoculado en ellas, de maravillosa manera, su larga unión con el cuerpo; por eso arrostran la prueba de los castigos y expían con suplicios las antiguas culpas. Unas, suspendidas en el espacio, están expuestas a los vanos vientos; otras lavan en el profundo abismo las manchas de que están infestadas, o se purifican en el fuego. Todos los manes padecemos algún castigo, después de lo cual se nos envía a los espaciosos Elíseos Campos, mansión feliz, que alcanzamos pocos, y a que no se llega hasta que un larguísimo período, cumplido el orden de los tiempos, ha borrado las manchas inherentes al alma y dejádola reducida sólo a su etérea esencia y al puro fuego de su primitivo origen. Cumplido un período de mil años, un dios las convoca a todas en gran muchedumbre, junto al río Leteo, a fin de que tornen a la tierra, olvidadas de lo pasado, y renazca en ellas el deseo de volver nuevamente a habitar en humanos cuerpos. Dicho esto, llevó a su hijo y a la Sibila" hacia la bulliciosa multitud de las sombras y se subió a una altura, desde donde podía verlas venir de frente en larga hilera y distinguir sus rostros.
"Escúchame, prosiguió, pues voy ahora a decirte la gloria que aguarda en lo futuro a la prole de Dárdano, qué descendientes vamos a tener en Italia, almas ilustres, que perpetuarán nuestro nombre; voy a revelarte tus hados. Ese mancebo, a quien ves apoyado en su fulgente lanza, ocupa por suerte el lugar más cercano a la vida, y es el primero que de nuestra sangre, mezclada con la sangre ítala, se levantará a la tierra; ese será Silvino, nombre que le darán los Albanos, hijo póstumo tuyo, que ya en edad muy avanzada tendrás, fruto tardío, de tu esposa Lavinia, la cual le criará en las selvas, rey y padre de reyes, por quien dominará en Alba Longa nuestro linaje. A su lado está Procas, prez de la nación troyana; síguele Capis y Numitor, y Silvio Eneas, que llevará tu nombre y te igualará en piedad y valor, si llega algún día a reinar en Alba Longa. ¡Qué mancebos! ¡Mira qué pujanza ostentan! De esos a cuyas sienes da sombra una corona de cívica encina, unos te edificarán las ciudades Nomento, Gabia y Fidena; otros levantarán en los montes los alcázares Colatinos, a Pometía, el castillo de Inno, a Bola y Cora; así se llamarán algún día esas que hoy son tierras sin nombre. A su abuelo sigue Rómulo, hijo de Marte y de Ilia, de la sangre de Asáraco. ¿Ves esos dos penachos que se alzan sobre su cabeza, y ese noble continente que en él ha impreso el mismo padre de los dioses? Has de saber, hijo mío, que bajo sus auspicios la soberbia Roma extenderá su imperio por todo el orbe y levantará su aliento hasta el cielo. Siete colinas encerrará en su recinto esa ciudad, madre feliz de ínclitos varones; tal la diosa de Berecinto, coronada de torres, recorre en su carro las ciudades frigias, ufana de ser madre de los dioses, abrazando a cien descendientes, todos inmortales, todos moradores del excelso Olimpo. Vuelve aquí ahora los ojos y mira esa nación; esos son tus romanos. Ese es César, esa es toda la progenie de Iulo, que ha de venir bajo la gran bóveda del cielo. Ese, será el héroe que tantas veces te fue prometido, César Augusto, del linaje de los dioses, que por segunda vez hará nacer los siglos de oro en el Lacio, y en esos campos que antiguamente reinó Saturno; en el que llevará su imperio más allá de los Garamantas y de los Indios, a regiones situadas más allá de donde brillan los astros, fuera de los caminos del año y del sol, donde el celífero Atlante hace girar sobre sus hombros la esfera tachonada de lucientes estrellas. Y ahora, en la expectativa de su llegada, los reinos Caspios y la tierra Meótica oyen con terror los oráculos de los dioses, y se turban y estremecen las siete bocas del Nilo. Ni el mismo Alcides recorrió tantas tierras, por más que asaetease a la cierva de los pies de bronce, que pacificase las selvas del Erimanto e hiciese temblar con su arco al lago de Lerna; ni Baco el vencedor, que por las altas cumbres de Nisa maneja con riendas de pámpanos los tigres que arrastran su carro. ¿Y titubearíamos aún en ejercitar nuestro valor con grandes hechos, o el miedo nos retraería de establecernos en las tierras de Italia? ¿Quién es aquel que se ve allí lejos, coronado de oliva, que lleva en la mano sacras ofrendas? Reconozco la cabellera y la blanca barba del rey que dará el primero leyes a Roma, y que desde su humilde Cures y desde su pobre tierra pasará a regir un grande imperio. Sucederale Tulo, que pondrá término a la paz de la patria y armará a sus pueblos, ya desacostumbrados de vencer. De cerca le sigue el arrogante Anco, que aun ahora se ufana demasiado con el aura popular. ¿Quieres ver a los reyes Tarquinos, y el alma soberbia de Bruto vengador, y las restauradas fasces? Ese será el primero que tomará la autoridad de cónsul y las terribles segures, y padre, condenará al suplicio por la hermosa libertad a sus hijos, promovedores de nuevas guerras. ¡Infeliz! Sea cual fuere el juicio que de ese acto haya de formar la posteridad, el amor de la patria y un inmenso deseo de gloria vencerán en su corazón. Mira también a lo lejos los Decios, los Drusos y al terrible Torcuato, armado de una segur, y a Camilo con las enseñas recobradas del enemigo. esas dos almas que ves brillar con armas iguales, tan unidas ahora que las rodean las sombras de la noche, ¡Ah! si llegan a alcanzar la luz de la vida, ¡Cuántas guerras moverán entre sí, cuánto estrago! ¡Cuántas huestes armarán uno contra otro! El suegro bajará de las cumbres alpinas y de la peña de Moneco y apoyarán al yerno los opuestos pueblos del Oriente. ¡Oh hijos míos, no acostumbréis vuestras almas a esas espantosas guerras, no convirtáis vuestro pujante brío contra las entrañas de la patria! Y tú el primero, tú, ¡Oh sangre mía! tú, que desciendes del Olimpo, ten compasión de ella y no empuñes jamás semejantes armas... Ese, vencedor de Corinto, subirá al alto Capitolio en carro triunfal, ilustrado con la matanza de los Aqueos. Ese debelará a Argos y a Micenas, patria de Agamenón, y al mismo hijo de Eaco, de la raza del omnipotente Aquiles; vengando así a sus abuelos troyanos y los profanados templos de Minerva. ¿Quién podría pasarte en silencio, ¡Oh gran Catón! y a ti, oh Cosso? ¿Quién al linaje de los Gracos y a los dos Escipiones, rayos de la guerra, terror de la Libia, y a Fabricio, poderoso en su pobreza, y a ti, ¡Oh Serrano! que siembras tus surcos? Las fuerzas me faltan ¡Oh Fabios! para seguiros en vuestra gloriosa carrera. Tú, ¡Oh Máximo! ganando tiempo, conseguirás salvar la república. 
Otros, en verdad labrarán con más primor el animado bronce, sacarán del mármol vivas figuras, defenderán mejor las causas, medirán con el compás el curso del cielo y anunciarán la salida de los astros; tú, ¡Oh romano! atiende a gobernar los pueblos; esas serán tus artes, y también imponer condiciones de paz, perdonar a los vencidos y derribar a los soberbios."

Así habló el padre Anquises a Eneas y a la Sibila, que le escuchaban atónitos; luego añadió: "¡Mira cómo se adelanta Marcelo, cargado de despojos, y cómo, vencedor, se levanta por encima de todos los héroes! Ese sostendrá algún día la fortuna de Roma, comprometida en apretado trance; intrépido jinete, arrollará a los Cartagineses y al rebelde Galo, y suspenderá en el templo de Quirino el tercer trofeo." En esto Eneas, viendo acercarse al lado del héroe un gallardo mancebo vestido de refulgentes armas, pero con la frente mustia, bajos los ojos e inclinado el rostro, "¿Quién es, ¡Oh padre!, dijo, ese que acompaña a Marcelo? ¿Es su hijo o alguno de la alta estirpe de sus descendientes? ¿Cuál le rodean todos con obsequioso afán! ¡Cómo se parecen uno a otro!, pero una negra noche rodea su cabeza de tristes sombras." Entonces el padre Anquises, bañados de llanto los ojos, exclama: "¡Oh hijo mío! no inquieras lo que será ocasión de inmenso dolor para los tuyos. Vivirá ese mancebo, pero los hados no harán más que mostrarle un momento a la tierra; la romana estirpe os hubiera parecido ¡Oh dioses! demasiado poderosa si le hubieseis otorgado ese don. ¡Cuántos gemidos se exhalarán por él desde el campo de Marte hasta la gran Roma! ¡Qué funerales verás, oh Tíber, cuando te deslices por delante de su reciente sepultura! Ningún mancebo de la raza troyana levantará tan alto las esperanzas de sus abuelos latinos, ni la tierra de Rómulo, se envanecerá tanto jamás de otro alguno de sus hijos. ¡Oh piedad! ¡Oh antigua fe! ¡Oh diestra invicta en la guerra! Jamás contrario alguno se le hubiera opuesto, impunemente, ya arremetiese a pie las huestes enemigas, ya aguijase con la esquela los ijares de espumoso corcel. ¡Oh mancebo digno de eterno llanto! si logras vencer el rigor de los hados, tú serás Marcelo... Dadme lirios a manos llenas, dadme que esparza sobre él purpúreas flores; que pague a los menos este tributo a los manes de mi nieto y le rinda este vano homenaje." Así van recorriendo sucesivamente el espacio de los dilatados campos aéreos y examinándolo todo. Luego que Anquises hubo conducido a su hijo por todos aquellos sitios, e inflamado su ánimo con el deseo de su futura gloria, le cuenta las guerras que está destinado a sustentar, le da a conocer los pueblos de Laurento y la ciudad de Latino, y de qué modo podrá evitar y resistir los trabajos que le aguardan. Hay dos puertas del Sueño, una de cuerno, por la cual tienen fácil salida las visiones verdaderas; la otra de blanco nítido marfil, primorosamente labrada, pero por la cual envían los manes a la tierra las imágenes falaces. Prosiguiendo en sus pláticas con su hijo y la Sibila, despídelos Anquises por la puerta de marfil, desde la cual toma Eneas derecho el camino hacia la escuadra y vuelve a ver a sus compañeros. Dirígese en seguida, costeando la playa, al puerto de Cayeta; allí echan anclas y atracan en la orilla.


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